Con el barro y la milpa crecí
entre la ciudad y el campo se deslizaron mis días
por caminos impregnados de costumbres transitó el tiempo.
Aquel tiempo
cuando arrimados al conacaste
escuchamos la historia del indio que se coronó rey mientras los demonios dormían bajo el amate.
Eran tiempos de atol shuco con alguashte y chile
de riguas cocidas en hoja de plátano
de queso envuelto con hojas de guarumo
de velorios con olor a ijillo y a tamales calientes.
Tiempos de pepeshtes y yaguales sobre los hombros y las cabezas de hombres y mujeres.
Tiempos de azacuanes y chiquirines
de tapescos, petates y matates.
de tecomates preñados de agua para beber
de comales repletos de tortillas
de chinastes pegados en la entraña del alimento
de chocolate de olla
de café endulzado con panela.
Tiempos de pobrezas,
pero de plena abundancia comunitaria.
A esos tiempos me remito
esos tiempos
donde por todas partes resonaba nuestra lengua originaria sin que nos hayamos dado cuenta.
Tal parece que el náhuat siempre estuvo presente en las pláticas de la gente del campo.
Toca reconstruir y reafirmar esa lengua que casi perdimos.
Toca devolverle vida y voz a las palabras que nos tragamos por miedo heredado.
Toca recitar nuestra lengua en cada gesto cotidiano para que no muera.